Llevo unos cuantos días que al bajarme del bus a las 9 de la
mañana y dirigirme hacia el gimnasio siempre veo a un vagabundo. Podéis
llamarle como queráis para hacer que suene mejor: mendigo, hombre con poco dinero, errante o ambulante,
pero él no será menos desdichado por ello.
Siempre que paso por delante de él me fijo detenidamente,
pero también discretamente, no quiero perderle el respeto. Hace frío, es
invierno, los termómetros marcan 9, 6 ,4 grados o incluso menos. Pero él
siempre está allí, sentado en el frío suelo, apoyado en una pared y con una
manta de cuadros azules sobre sus piernas, que poco calor creo que le dé a su menudo
cuerpo. Junto a él un cartón en el que
con mala caligrafía hay escrito: ¨3 hijos, sin un hogar¨.
Cuando paso junto a él me imagino a mí misma dándole algo de
dinero. Pero me echo atrás y sigo adelante. Después de unos cuantos días
repitiendo lo mismo, la semana pasada me bajé del bus y ya no estaba allí. Y
realmente una sensación de nostalgia me repasó el cuerpo de arriba a abajo al
pensar que había perdido la oportunidad de hacer algo bueno por ese hombre.
Días después sin tener noticia sobre aquel vagabundo, hoy volvía a estar allí. Lo primero que hice al
bajarme del bus fue dirigir la vista hacia aquella esquina solitaria donde
siempre le veía. Y, aunque debo confesar que veo fatal desde lejos, divisé una
figura sentada al final de la calle.
Esquivando con la mirada a las personas que ignorantes caminaban
rápido por la calle para no llegar tarde al trabajo, me aseguré de que allí seguía, no era un mero
espejismo, ni una imagen del recuerdo de otros días. Estaba allí. Así que puse
rumbo hacia el final de la calle, cogí la cartera rezando para que tuviera
suelto, y así fue, reduje la velocidad y fui hacia el hombre de la manta en las
piernas.
Mientras que con la mano derecha sujetaba las monedas me iba
acercando poco a poco fijándome en las personas de mi alrededor, quería saber
si alguna de ellas dejaba dinero o dirigía su mirada a ese pobre hombre. Pero
nadie lo hacía, era como una mota de polvo en la esquina de la calle. Estaba
ahí pero nadie le veía.
Cuando llegué, me paré. No como el resto de gente que pasaba
sin mirar, quise parar y mirarle, fueron unos segundos pero pude ver la tristeza
y desesperación en su rostro. Mi mano se
deslizó hacia abajo mientras flexionando las rodillas le dejé el dinero
delicadamente, no como si fuese una fuente y tirase una moneda pidiendo un
deseo, no. Quería acercarme.
Él no levantó la cabeza, lo entendí. Pero tímidamente y
mirando hacia el suelo me dedicó un débil ¨gracias¨. Ese ¨gracias¨ me ha
alegrado el día, y toda la semana. Y no os lo estoy exagerando.
Sí, puede que lo que le di no fueran más de 40 céntimos y eso
no le llegue para un hogar, una educación a sus hijos o una buena comida. Pero si
detrás de mí vienen otros y hacen lo mismo dejando 40 céntimos, ese hombre tal
vez pueda llegar delante de sus hijos con un bocadillo en sus manos o con una
nueva manta más grande que le ayude a resguardarse del frío.
Y sí, es solo una persona y hay millones como él o en peores
condiciones. Y sé que no conozco su nombre, ni he tenido una conversación con
él nunca, tampoco sé a quién ama, ni cuáles son sus sueños y esperanzas. Pero cada
persona es una vida y cada persona vale un mundo, y miles de personas valen
miles de mundos. Así que por qué no dedicar 5 segundos de nuestra vida y 40 céntimos
de nuestra propina a alguien que puede que le falte tiempo y que nunca haya
tenido una paga.
Es algo bueno, te sentirás bien, te lo prometo. A ti no te
cuesta. Que no recibes nada a cambio es mentira. Recibes felicidad y la
sensación de satisfacción más valiente y bonita del mundo.
Creemos que lo mejor y lo que nos hace más feliz es que nos
regalen cosas pero no nos damos cuenta de que lo mejor que existe es la
felicidad que se siente al tenderle la mano al mundo.
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